Presos y cárceles en el Madrid republicano. El cónsul de Noruega, Félix Schlayer.




Félix Schlayer, empresario y diplomático, era Cónsul y Encargado de Negocios de Noruega en España en 1936 y dejó narrado en primera persona sus vivencias en el Madrid republicano. Si se analiza su relato se parece a lo ocurrido con otros diplomáticos durante la guerra mundial, que aprovecharon su situación de inmunidad y relativa libertad de movimiento para acciones de auxilio, por ejemplo el caso del español Ángel Sanz Briz y el italiano Giorgio Perlasca en Hungría, cuyas historias luego fueron llevadas al cine, "El Ángel de Budapest" y "El cónsul Perlasca";


"Afluencia incesante

La primera vez que establecí contacto con las cárceles fue a finales de septiembre de 1936, cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid, situada en un espléndido lugar limítrofe con la Moncloa, antigua posesión real. Se divisaban desde allí unas vistas magníficas de la Sierra de Guadarrama y de cincuenta kilómetros de meseta que la separa de la misma, más allá en el horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa Sierra de Gredos, al sur de Ávila. Es una de las panorámicas más hermosas que puede haber, la de este grandioso paisaje, de ilimitada amplitud, con tonalidades azules y violetas en las cordilleras, y, en lo  alto, ese cielo español, casi siempre de un azul intenso. No parecía sino que habían situado intencionadamente la cárcel en  dicho lugar para que a las personas obligadas a disfrutar entre rejas de semejante espectáculo, se les hiciera doblemente penoso la pérdida de su libertad.

Esta era la única cárcel masculina oficial de Madrid. Había además, a la parte opuesta, en la periferia de la Ciudad, una cárcel de mujeres, de nueva construcción, que sustituyó a un viejo caserón situado en el centro de Madrid. Al estallar el Movimiento, las dos cárceles estaban ya llenas de presos políticos y de penados comunes. Pero la palabra "llenas" perdió su significado al forzarse la entrada de centenares de nuevos presos políticos. La cárcel Modelo proyectada para mil doscientos hombres, como máximo, llegó pronto a contener cinco mil. En las celdas individuales, cuyas dimensiones eran de 2 x 3 metros, se amontonaban cuatro, cinco y hasta seis personas. De colchones, por supuesto, ni se hablaba. ¡Puede uno imaginarse con estos datos cuáles eran las condiciones higiénicas! Pero el ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino el "pueblo libre" el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos u otros. Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió la Presidencia, recibida de manos del acobardado Martínez Barrio, no sólo había entregado a la plebe todas las armas disponibles sino que, al mismo tiempo, la había estimulado a que las usaran, a su libre albedrío, con el único fin de eliminar a sus enemigos. Las consecuencias de todo ello ya han sido descritas por mí; con frecuencia era suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido y, una vez en la cárcel, dichas personas quedaban allí, en la mayor parte de los casos, durante cuatro, cinco o seis meses, sin que se les interrogara ni se les tomara ninguna clase de declaración. Su número era ya abrumador y no había tribunales legales que pudieran hacerse cargo de administrar justicia, pues los primeros eliminados fueron los propios Magistrados, que nunca hubieran podido juzgar los  “delitos” que les imputaban, al no estar previstos en parte alguna del Derecho Penal.

Así fue, pues, cómo se llenaron las celdas de la cárcel Modelo, tan deprisa, que, ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento, fueron trasladadas las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres a un convento situado en el centro de Madrid, en la Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel "conventual" pronto se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían delitos pasados por expiar. A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las primeras con las últimas en una estrecha celda.

La antigua cárcel de mujeres quedó ocupada enseguida por hombres y, como tampoco resultó suficiente, se utilizó asimismo como prisión para hombres, otro convento, también situado en el Madrid viejo, San Antón. Pero tampoco bastó y se destinó parcialmente a prisión un amplio edificio escolar de una congregación religiosa, pero, poco a poco y siempre en aumento, se fue ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a albergar a cinco mil presos. A esa cárcel, por el nombre de la calle en la que estaba, General Porlier, la llamaban “Porlier”.

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Inglaterra interviene

Entonces fue cuando una primera catástrofe carcelaria provocó una protesta extranjera. La descripción siguiente está fundamentada en el informe de un testigo de vista de toda confianza y, a vez, interesado en los hechos.

El 22 de agosto de 1936 una "tropa" de delincuentes comunes vestidos de milicianos, irrumpió en la cárcel Modelo, con el pretexto de efectuar un registro en busca de armas; despojaron a cada uno los presos de todos sus objetos de valor, relojes, anillos de casados, plumas estilográficas, así como de recibos que tuvieran por cantidades de dinero depositadas y se llevaron todo ello, metido en sacos. En las oficinas del establecimiento, se apropiaron asimismo inmediatamente de todas las cantidades de dinero existentes y quemaron los libros para evitar cualquier reclamación posible por parte de los despojados. Dado que estos sumaban más de cuatro mil, puede uno hacerse una idea del brillante éxito de la "operación anticapitalista".

Después de efectuado el "registro", sacaron a los presos, por la tarde a los  patios del establecimiento penitenciario, en lugar de hacerlo, como habitualmente lo hacían, por la mañana. No habían recibido  todavía en ese día alimento alguno. De repente, surgió un incendio en la leñera de la cárcel, prendido intencionadamente por los milicianos antes mencionados ya que lo habían dejado preparado desde hacía varios días.  La finalidad perseguida era, en primer lugar, que al amparo de la confusión surgida, pudieran escapar los presos comunes, cosa  que, por supuesto hicieron. Al parecer, contaban asimismo con que también los presos políticos intentarían escapar, para lo que  habían previsto que fuera hubiera estacionados grupos armados que inmediatamente dispararan sobre ellos.

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De repente, los presos, que se hallaban concentrados en los cinco patios del establecimiento, y miraban con preocupación al  fuego, que avanzaba muy rápidamente en torno a ellos, fueron objeto de un tiroteo, procedente de los tejados y balcones de las  casas circundantes y del tejado de la propia cárcel. No podían escapar de los patios hacia el interior del edificio porque las puertas sólo permitían el paso de una sola persona a la vez y por tanto el amontonamiento que se produciría entrañaba grave peligro de muerte. Los hombres procuraban protegerse de los disparos, acercándose contra los muros situados en ángulo muerto. A pesar de todo, buen número de ellos murieron, unos sesenta de los políticos y militares más importantes fueron arrastrados afuera por los milicianos y muertos a tiros en los jardines próximos a la prisión.

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Los "funcionarios" no aparecían por ninguna parte. El director había desaparecido y, con ello, permitió que los acontecimientos siguieran su curso.

El señor Giral y sus ministros podían mostrar semblantes preocupados, pero les faltaba valor para tomar una decisión. Tenían demasiado miedo al fantasma que ellos mismos habían conjurado. En estas circunstancias, en plena noche se presentó el Encargado de Negocios de Gran Bretaña en el Ministerio de Marina, donde se había reunido el Consejo de ministros a deliberar tras los sacos terreros, con que se protegían, y exigió enérgicamente en nombre de la humanidad, el cese sin demora de semejante monstruosidad. Reclamaba la implantación inmediata de tribunales responsables y que cesaran las arbitrariedades del populacho en los juicios y ejecuciones. Dicho Encargado de Negocios inglés, había tenido conocimiento de los acontecimientos por un alemán y por mediación de la Embajada de Alemania y se había sentido motivado para intervenir. Los desmayados ministros  reaccionaron ante la presión de tal protesta y resolvieron convocar inmediatamente un tribunal compuesto por dieciséis  miembros de los distintos partidos del Frente Popular bajo la presidencia del inoperante Presidente del Tribunal Supremo. El  tribunal se trasladó esa misma noche a la cárcel Modelo e inició su actividad, condenando a muerte a los dos o tres primeros  entre los mejores y más significativos hombres; para apaciguar al populacho, dándole la impresión de una mayor severidad.

Tan pronto como el Gobierno se atrevió a dar señales de vida, se redujo el alboroto, lo que prueba que había estado muy en su mano evitar tales sucesos. Los tiradores, que se habían pasado la noche en los tejados haciendo guardia, desaparecieron, y las víctimas que estaban en los patios se miraban con ilimitado estupor al ver que nadie les molestaba. Todavía tuvieron que acampar en los patios todo ese día y la noche siguiente; hasta las cuatro de la madrugada del día 24 en que los condujeron a sus celdas y les dieron algo de pan y conservas de pescado frías. Desde la cena del día 21 no habían vuelto a comer.

El nuevo Tribunal Popular funcionó a partir de entonces, de modo permanente y se ocupaba, sobre todo, de los casos graves de  los militares directamente comprometidos en la sublevación. Era el primer paso para el compadreo estatal de la justicia  revolucionaria. Pero su actuación estaba naturalmente muy lejos de responder a las exigencias que marcaban las  circunstancias. Los muchos "tribunales privados" de las distintas organizaciones seguían, marginalmente, su camino,  cometiendo toda clase de vandalismos. Se constituyó un Tribunal semioficial con miembros de diferentes partidos, pero sin  ningún juez estatal de carrera, en el domicilio social de un club distinguido de la calle Alcalá que, a partir de entonces, se denominó la "checa de Bellas Artes". El procedimiento se abreviaba muchísimo y terminaba, cuando no podían mediar influencias de los partidos populares, del modo cuanto más brutal mejor, y, en la mayoría de los casos, con el "paseo" nocturno. Está checa no se ocupaba de las personas encarceladas sino de los nuevos detenidos a diario y que, desde allí, salían, la mayor parte de las veces, dentro de las 24 horas siguientes, volviendo a la libertad; o a las cunetas de los alrededores y, sólo en pocas ocasiones, a una prisión. La policía estaba confabulada con esa checa y ocasionalmente con otras, ya que sucedía a veces que les entregaban detenidos en lugar de conducirlos a las cárceles estatales.

La famosa "Checa de Fomento 9"

La checa de la calle Alcalá se mantuvo en servicio sólo durante poco tiempo. En cierto modo estaba allí, algo así como para exhibir la "justicia del pueblo".

De allí pasó a la calle de Fomento nº 9, al Palacio de un Conde, en un rincón del viejo Madrid. Esta expresión: "Fomento 9" alcanzó en Madrid durante el otoño de 1936, resonancias terribles que a cualquier madrileño le ponía carne de gallina. La persona que entraba allí, sólo en casos excepcionales salía con vida.

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En los primeros días de noviembre de 1936, se me presentó la ocasión de visitar la famosa "checa" de Fomento 9”. Me acompañó el Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja. Habían detenido y llevado a esa checa a un miembro del servicio doméstico de la Embajada del Japón y, una vez en ella, peligraba su vida como la de cualquier otro que la pisara en esas condiciones. El ministro del Japón había dirigido al Gobierno varias reclamaciones por telégrafo sin fruto alguno. Se dirigieron a mí con el ruego de que lo sacara y yo me decidí a agarrar el toro por los cuernos.

Cuando llegamos allí, nuestro coche produjo enorme sensación entre el personal de guardia de la puerta. No daban crédito a sus ojos, no concebían la posibilidad de ver un auto del Cuerpo Diplomático aparcado donde solamente lo hacían los destinados a "dar los paseos". Dentro estaban las estancias, descuidadas, llenas de milicianos que corrían de un lado para otro y cuyo aspecto patibulario no inspiraba confianza alguna. La atmósfera estaba a tono; el terror en cierto modo estaba en el aire y el miedo a la muerte que habían experimentado innumerables víctimas, continuaba "palpándose" y cortando el aliento. La expectación que causábamos duró desde la puerta hasta un cuarto al que nos condujeron, tras preguntar por los "responsables" y, en donde se hallaban cinco jóvenes que nos acogieron sorprendidos pero corteses. Pregunté directamente por el hombre de la Embajada del Japón. Uno de ellos consultó una lista y confirmó que hacía tres días que estaba allí. Le pedí que lo liberaran y me declaré dispuesto a llevármelo; como comprobé que tenían listas de sus detenidos, les pedí  que me dieran un ejemplar de las mismas para la Cruz Roja. A continuación nos llevaron a otro cuarto, en donde nos presentaron a otros tres hombres mayores, que, al parecer, ejercían la máxima autoridad y probablemente constituían el Tribunal. Se mostraron también muy correctos y, tras unas cuantas explicaciones por nuestra parte acerca de nuestros fines, se declararon dispuestos a complacernos. La inesperada intervención de la Cruz Roja Internacional y el Cuerpo Diplomático pareció impresionarles; aproveché, por tanto, la ocasión para dar otro paso adelante y preguntar dónde tenían a los presos; “en el sótano” fue la respuesta. "Y ¿podríamos verlos?". Tras una breve vacilación, se nos dijo: "sí". A continuación, preguntamos lo que pensaban hacer con dichos presos. Los tres "jueces" se miraron mutuamente. Pasado un momento, uno de ellos dijo: "esta tarde se les conducirá a la Dirección General y se les entregará a la Policía”. Nos declaramos muy satisfechos con semejante propósito y nos despedimos de ellos en ambiente de camaradería. Uno de los jóvenes de la antesala nos llevó al sótano donde en las ocho diferentes celdas, estaban encerradas en total sesenta y cinco personas, entre ellas hombres en su mayor parte jóvenes y mujeres de todas las edades. Daban una impresión de descuido y turbación; nuestra entrada provocaba, por de pronto, en todas partes, un movimiento de susto. No había posibilidad de relacionarnos con cierta comodidad. Para sentarse no existía más que el suelo de baldosas. Nos dimos a conocer y hablamos, con todos, acerca del tiempo que llevaban allí, y si sabían o no el motivo, etc. Un resurgir de esperanza recorría cada una de las salas al marcharnos nosotros. Les dijimos que por la tarde les conducirían a la policía, en la Dirección General.

Una de las celdas estaba cerrada y no podían encontrar la llave. Nuestro guía nos dijo “¡pero si no hay nadie dentro!". Entonces yo le dije que teníamos mucho interés en comprobarlo viéndolo, y le pedimos que derribara la puerta. Así se hizo. La celda estaba vacía. Le dije que ya veíamos que su palabra era de fiar y que esperábamos que tal sería también el caso en cuanto a la promesa de traslado.

A continuación nos fuimos, llevándonos la lista de los presos, y al empleado japonés que, por cierto, era de nacionalidad española. En cuanto a la promesa de entregar a todos los cautivos a la Dirección General, quedó cumplida, como pude comprobar al día siguiente, mediante la lista correspondiente. Más adelante recibí cartas y visitas de algunos de dichos presos. Me expresaban su agradecimiento y afirmaban que los habían condenado a muerte y que nuestra visita fue lo único que les salvó. No he podido comprobar si lo dicho correspondía a la realidad o era mero producto de la febril fantasía de esa pobre gente.

Poco tiempo después esa “checa” se disolvió sin que quedara de ella nada más que su abominable reputación, que todavía se mantiene en el recuerdo y será legendaria. Pero el "Comité judicial" de allí pasó a la Dirección General de Seguridad donde terminó constituyéndose en Comisión que había de entender en todas las detenciones, liberaciones y sentencias condenatorias. La jurisdicción privada de los partidos se elevó en virtud de dicha medida a jurisdicción oficial aunque con atribuciones menores de no poder entender y tomar decisiones en cuanto a la muerte o la vida, sino únicamente en materia de libertad o prisión. El enjuiciamiento propiamente dicho corría a cargo de los tribunales de urgencia compuestos por un jurista de carrera, en calidad de Presidente, con dos asesores miembros de partidos populares. Los casos más graves pasaban al Tribunal Popular, propiamente dicho, con un juez de categoría superior en calidad de Presidente y dieciséis asesores.

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Crimen monstruoso

Entretanto, habían dado ya las seis y a mí me angustiaba de nuevo un oscuro presentimiento, de lo que pudiera estar ocurriendo en la cárcel Modelo. Cuando, en plena oscuridad me trasladé allí y entré en el patio, donde se encontraban desperdigados, cierto número de milicianos, vino enseguida corriendo hacia mí el Director y me dijo: ¡Se lo han llevado con ellos!, ¡yo no estaba aquí, acabo de llegar del Ministerio! Se refería al abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva, por el que me había interesado tanto. Me refirió, a continuación, que ya en las noches precedentes se había enfrentado dos veces, durante horas, con milicianos que venían a llevárselo, discutiendo con ellos e intentando salvarlo hasta el extremo de amenazarse mutuamente con las pistolas. Esta vez, sin embargo, no hubo ya posibilidad alguna, porque tuvo que ausentarse todo el día en el Ministerio. Al pedirle insistentemente detalles, me contestó que se habían llevado varios centenares de presos para trasladarlos, según rezaba la Orden de la Dirección General, a Valencia, a la prisión de San Miguel de los Reyes. Se los entregaron a un comunista, llamado Ángel Rivera, que era quien traía la orden. Deduje por sus propias referencias que él mismo veía el asunto con pesimismo y, al hacerle yo algunas preguntas categóricas, me contestaba con evasivas. El terror se hacía sentir en el ambiente y se reflejaba en la figura de aquellos mozalbetes desempeñando como milicianos el "servicio" de la defensa de la cárcel, ante la proximidad de las tropas nacionales que ya se habían introducido en el casi circundante parque del Oeste, oyéndose cercanos el tiroteo de que era objeto el edificio, así como el fuego de las ametralladoras constituyendo aquella posición la piedra angular para la defensa de Madrid.

Ya no podía quedarme allí más tiempo porque tenía que recoger al Delegado de la Cruz Roja para acudir a la entrevista con la nueva autoridad policial, tal como había quedado convenido entre nosotros. La tal autoridad, se llamaba Santiago Carrillo, con el que tuvimos una conversación muy larga en la que ciertamente recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias con respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina, pero con el resultado final por todos percibido de una sensación de inseguridad y de falta de sinceridad. Le puse en conocimiento de lo que acababa de decirme el Director de la cárcel y le pedí explicaciones. El pretendía no saber nada de todo aquello, cosa que me pareció inverosímil. Pero a pesar de todas aquellas falsas promesas, durante aquella noche y al siguiente día, continuaron los transportes de presos que sacaban de las cárceles, sin que Miaja ni Carrillo se creyeran obligados a intervenir. Y, entonces sí que no pudieron alegar desconocimiento ya que ambos estaban informados por nosotros. A propósito de esta conversación convendría destacar, además, la afirmación categórica que nos manifestó el Delegado de Orden Público, de que Madrid se defendería mientras quedaran en la ciudad dos piedras una encima de otra y un hombre que pudiera sostener un fusil y que únicamente se podría tomar cuando no quedara sino un montón de escombros.

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Me informaron que se habían llevado a gran número de presos, en el transcurso de la noche, en dos expediciones, siempre por parejas atados el uno al otro por los codos y sin poderse llevar su equipaje. Entre ellos, iba también La Cierva, que se encontraba en otra galería distinta a la del responsable comunista a quien le comprometí para que velará por la protección de mis protegidos, como así ocurrió, pues se opuso con éxito a que fueran entregados todos los que figuraban en las listas que ocupaban su galería. El mismo fue el que, aprovechando la oportunidad que se le presentó de la presencia en la prisión de una representación diplomática, encargó a un empleado de los diplomáticos para que me comunicara que Ricardo de la Cierva ya no estaba en ella; pero, interpretando erróneamente el recado, lo que se me transmitió fue que estaba en libertad. Esta noticia despertó en mí la confianza de que de alguna manera hubiese podido eludir el transporte y me hizo concebir la esperanza de poder seguir buscándole con la consiguiente incertidumbre.

Hacía ya algún tiempo que había yo conseguido que La Cierva fuera trasladado también a la galería del responsable comunista, que ya le tenía en su lista. Pero La Cierva no quiso abandonar su galería porque en ella desempeñaba un cargo, como administrador de la caja de la farmacia de socorro, que le distraía y al mismo tiempo le permitía atender a sus compañeros de prisión lo cual fue, desgraciadamente, fatal para él.

Cuando, cerca ya de las once de la noche salía yo del interior de la cárcel otra vez al patio, me sorprendió el interminable aluvión de hombres con cascos de acero que penetraban por la puerta. Su aspecto era tan distinto del de los milicianos, que me dirigí a unos cuantos y pude comprobar que todos, sin excepción, eran extranjeros.

Se trataba de la primera "Brigada Internacional" que yo veía, llegada aquel mismo día a Madrid y que quedaron a partir de entonces en la cárcel, cuya defensa habían de asumir. De no ser por esa ayuda, repentinamente surgida, de soldados de mejor calidad militar que los milicianos (eran gentes experimentadas en múltiples servicios prestados en la Guerra mundial, franceses, polacos, checos y también nórdicos) quizás hubiera caído la cárcel en manos de las tropas nacionales en los siguientes dos o tres días, con lo que se hubieran salvado los presos que aún quedaban (de tres mil a cuatro mil).

Los detalles que llegué a conocer de cómo se efectuaban los transportes de presos me intranquilizaban, si bien por entonces solamente los consideraba como crueldad superflua, sin calar todavía en su verdadera importancia. No presentía aún los abismos de inhumanidad por parte de unos y de negligencia por parte de los otros, los miembros de las autoridades.

Para llegar al fondo del asunto, me fui a la mañana siguiente, otra vez, a ver al Director de la cárcel Modelo. De sus precavidas palabras, pude poco a poco, ir entresacando que no creía que los presos hubieran llegado a los pretendidos lugares de destino. Me enteré de que, en la noche recién trascurrida, habían salido otras dos expediciones en las mismas circunstancias sospechosas. Empezaba yo a barruntar la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen inaudito en el que, hasta entonces no había podido ni pensar. El Director, con el fin de justificarse ante mí, me enseñó un papel, en el que el Subdirector de la Dirección General de Seguridad le ordenaba por escrito, con su firma, que entregara al portador del mismo los novecientos setenta presos que éste le indicara, a efectos de su traslado a la prisión de San Miguel de los Reyes en Valencia. Tuve conocimiento de que dicha orden se la había dado al Subdirector, verbalmente, el Director General de Seguridad, en la noche del 6 al 7 de noviembre, antes de su huida, y que tal fue el precio que el Director General pagó a los comunistas, que le vigilaban, para conseguir que le consintieran la huída. Supe, además, que tanto el Subdirector como el Director de la cárcel habían intentado obtener de los cabecillas un aplazamiento de esos "traslados" con el fin de ganar tiempo para negociar con ellos (con algunas botellas de vino de por medio, como de modo significativo, decía el Director), pero éstos se negaron a cualquier aplazamiento invocando la orden del Director General, y se salieron con la suya. Los comunistas iban acompañados por policías estatales, pertenecientes a la Brigada Criminal del Comisario de Policía, García Atadell. El Director de la cárcel Modelo se sinceró conmigo en reconocer que, consciente de su impotencia para intervenir en contra de ese plan que detestaba, había preferido permanecer ausente de la cárcel todo el día. Pero lo cierto es que tampoco se había atrevido a hacernos llegar indicación previa alguna, ni a mí, ni al Encargado de Negocios de la República Argentina con el que asimismo mantenía buenas relaciones personales.

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En los días que siguieron, iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y pude comprobar que en San Antón y en la de Porlier se habían producido, asimismo, "sacas" sospechosas; en la primera, ciento ochenta hombres con dirección a Alcalá de Henares; en la última, doscientos para Chinchilla. Pronto pude averiguar que de los ciento ochenta con destino a Alcalá sólo llegaron ciento veinte. ¡A unos sesenta los asesinaron por el camino! Otra expedición de unos sesenta y cinco procedentes de San Antón afortunadamente se había retrasado algo y pudo salvarse en el último momento.

Ahora, se trataba de aclarar lo ocurrido con los otros mil doscientos, procedentes de la cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de determinadas relaciones, obtener comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su conciencia, cuántos presos, procedentes de las cárceles de Madrid, habían ingresado en sus establecimientos penitenciarios, durante la última quincena. En ambos casos me aseguraron, extrañados, que ni uno solo. Asimismo les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la prisión principal de Valencia, de donde recibí la misma información.

Ahora estaba claro: habían asesinado a mil doscientas personas a las que había sacado de las cárceles con dicho fin, ya que ni siquiera se había cursado el usual preaviso. Lo cursaron únicamente en el caso de Alcalá de Henares, y si esto se hizo por error o distracción o porque la decisión de asesinarlos partió de los acompañantes ya por el camino, es cosa que no se pudo averiguar. La realidad fue que de San Antón salieron tres autobuses, uno por la mañana, otro a mediodía y otro por la tarde. El primero y el último llegaron intactos a Alcalá, los presos del segundo o intermedio fueron asesinados sin excepción.

Entre ellos estaban los mejores apellidos de España y, sobre todo, militares, oficiales elegidos para víctimas con arreglo al buen parecer de los comunistas. Eran hombres a los que nunca se había juzgado, ni siquiera acusado. Estaban presos desde que estallaron los disturbios y, hasta entonces, se les había considerado como rehenes. Ahora lo que importaba era seguir la pista de los hechos hasta descubrir el lugar del crimen...".


Las vivencias de Félix Schlayer, se publicaron hace pocos años en un libro;






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